sábado, 20 de abril de 2019

48 Los domingos, cavilar Votar Fernando Merodio 21-04-2019


48 Los domingos, cavilar
Votar
Fernando Merodio
21-04-2019
Henry David Thoreau (1817-1862), iniciaba su breve y brillante panfleto "Del deber de la desobediencia civil", adaptable con matices a esta época, explicando por qué y cuándo se debe desobedecer y afirmando que "el mejor gobierno es el que gobierna menos (...) el que no gobierna en absoluto; y, cuando los hombres estén preparados para él, ése será el tipo de gobierno que tendrán", toda vez que, al tiempo que cualquier gobierno, "(...) medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de originar abusos y perjuicios antes de que el pueblo pueda intervenir" y, a partir de ello, más adelante, explicaba brevemente su teoría sobre las votaciones, "una especie de juego (...), un jugar con lo justo, con cuestiones morales", un "estoy dispuesto a dejarlo todo en manos de la mayoría", un acepto uno de los candidatos como "único disponible", evidenciando con ello que, como votante, soy yo "quien está 'disponible' para cualquier propósito del demagogo"; a partir de ello Thoreau criticaba que "el verdadero americano -ciudadano en general- resulta ser el 'conformista', no precisamente el 'tipo raro'" que, con las muy malas reglas actuales, no delega su poder para decidir y actuar en nadie que no tenga su total confianza.
Aquí ahora adoramos el tótem de lo que dicen democracia, indeterminado concepto dúctil, maleable, fácil de adaptar al interés del poder real, perversión del lenguaje, apariencia que aconseja reflexionar un rato sobre cómo, en toda España, venimos de una sociedad que, salvo mínimas dignas excepciones, convivió plácida con Franco, dando el salto a lo actual franquistas, derecha confesa, trileros y algunos comunistas desconcertados, motivo por el que, lo peor, nuestros actos muestran que, en general, renegamos de ser quienes somos; el llamado Estado de derecho es en realidad ente oligárquico en el que, de modo esencial, mangonean dos minorías, la sociopolítica, corruptas burocracias de partidos, sindicatos y grandes entidades subvencionadas y, por encima, la económica encarnada en el aun más corrupto poder del dinero, el 1%; dos oligarquías que simula equilibrar igualitario un falso respeto formal a la soberanía popular, realmente limitada a las formas que hoy tiene el voto y a las capitisdiminuidas libertades formales; en eso se ha afianzado lo que antes, por su nombre verdadero, llamaban capitalismo y hoy, lenguaje pervertido vergonzante, se oculta tras vocablos como progreso, democracia, liberalismo, Estado de derecho,...
Si estamos de acuerdo en que la política es el arte de vivir juntos buscando el bien común y aceptamos una idea de democracia -que Platón y los antiguos griegos veían nefasta- vinculada a la libertad, a negar toda sumisión a convenciones humanas y, por ello, negación desmesurada de cualquier título -de nacimiento, de conquista, de mayor conocimiento, religioso,...- que legitime el derecho a gobernar al resto, es fácil acordar que nuestro Estado de derecho y las oligarquías corruptas no son democracia. En especial ahora en que lo que importa es debatir si es necesario y cómo se debate.
A su modo, Marx explica, con datos y conceptos de su tiempo, que la igualdad que preconiza una supuesta democracia es mero interés mercantil, libertad de mercado que, por mucho que sea el tiempo transcurrido desde que él lo decía y mucha la vergüenza al verlo aun hoy, es explotación salvaje del hombre por el hombre, radical desigualdad entre quien presta su fuerza de trabajo y quien, robando plusvalía, la compra, sumisión al interés mercantil, insufrible desigualdad que hoy la oligarquía seda instigando la estúpida y narcisista nada del desaforado consumo de productos superfluos que fingen satisfacer falsas apetencias individuales, al tiempo que atienden a la provocada necesidad de producir más; explica Jacques Rancière que, al aceptar hoy tal situación como modelo democrático, se entierra la razonable crítica de base marxista que en 1968 hacía Baudrillard a la sociedad de consumo y al falso disfrute individual de los beneficios igualitarios de la “sociedad opulenta” de Galbraith, ficticia igualdad bajo la que se ocultan “la democracia ausente y la igualdad perdida”, haciendo del narcisista consumidor compulsivo un -irracional cuestión de fe- creyente  de que el mero hecho de ser “capaz de expresar tanto sus preferencias electorales como sus placeres íntimos”, incluso de modo tan limitado, le convierte en demócrata.
La apasionante desmesura que es la democracia se evidencia en el hecho de que, en Grecia (Las leyes, III, 690 ac), entre los siete títulos que habilitaban para gobernar, el más justo y de mayor autoridad era el de la elección por el dios azar mediante sorteo, método democrático para -como si se tratara de una comunidad de vecinos que nadie quiere presidir- asignar posiciones de mando en el Estado, un sistema que fundaba de modo exclusivo la democracia en la inexistencia de título alguno -de nacimiento, conquista, mayor conocimiento, religioso,...- que legitimase la posibilidad o la capacidad para gobernar; dice, por ello, Rancière que la superioridad en democracia “no se basa en más principio que la ausencia misma de superioridad”, sabiendo los griegos que, al tratar igual a competentes e incompetentes, el método del sorteo suponía el riesgo de caer en manos de estos, pero evitaba el más peligroso de “los hombres con habilidad para tomar el poder mediante artimañas”, el terrible riesgo de elegir tramposos que, como hoy sabemos, pueden ser corruptos e insolventes. Se apoyaban los griegos, como después los revolucionarios norteamericanos o franceses del siglo XVIII, en que no era natural, necesario o lógico que, como ahora, fuera título esencial para ocupar el poder haber expresado antes la ambición de hacerlo.
Si estando donde estamos queremos organizar una mínima vida democrática, lejos de consensos, trampas de lógica oligárquica, de negar política y democracia, tenemos los derechos de reunión, manifestación, asociación y huelga, no regalados sino arrancados, que para ser útiles precisan ejercicio, hoy escaso, y también tenemos la posibilidad de unas normas marcadas por la ambición de ser igualitarias, justas que debiéramos exigir que, al contrario que ahora, sean cumplidas por todos; en tiempos de oligarquías, burocracias, corrupción, consensos y paz de cementerios, la inhabitual decisión de no aceptar tramposos mecanismos, enfrentarse al que manda y a la manipulación del resto, asumir riesgos y perder posición y dinero exigiendo derechos, haciendo que, lejano, suene el trueno de la fuerza del trabajo, merece aplauso y que tal decisión se vea acompañada de solidaridad, coherencia y suerte.
Quienes son designados en elecciones trucadas o se apoyan en consensos contra natura no son el demos, lo somos quienes menos contamos para los oligarcas, la gens de rien de Rancière; hay democracia cuando todos pueden influir en la acción política, haciendo posible el “poder de cualquiera”. La deseada emancipación no se producirá a partir de leyes y especulares formas de gobierno nacidas de torpes alianzas entre las oligarquías política y económica, que nos dividen en grupos de género, ideológicos, sociales, sexuales,... para, con “lógica policial”, controlarnos y regirnos con reglas y funciones, comprarnos, vendernos, premiarnos o castigarnos,..., sino que, por contra, tal emancipación llegará cuando la acción de cualquiera pueda arrancar a burócratas y oligarcas el uso de la política y el reparto de la riqueza, cambiando el modo reglado de actuar que ellos imponen, de forma que incluso las decisiones más importantes puedan ser tomadas desde abajo, por cualquiera. Para ello, frente a oligarquía y burocracia, debiéramos ejercer la pasión de exprimir el jugo a conquistados derechos de reunión, asociación, manifestación y huelga, generar alrededor nuestro brotes de democracia real, que es coraje y, por lo tanto, alegría salvaje; al menos en teoría.

Coda. Me pregunta Bernardo, amigo con coraje y conciencia de clase si, tras dejar de hacerlo por culpa de Agudo y sus tránsfugas, traidores a Marx, volvería a votar si el voto en blanco fuera computado como un partido y, con las normas de todos, generara escaños vacíos. Como paso intermedio no suena mal; habría que pensarlo.

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