48 Los domingos, cavilar
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Fernando Merodio
21-04-2019
Henry David Thoreau (1817-1862), iniciaba su breve y brillante panfleto "Del
deber de la desobediencia civil", adaptable con matices a esta época, explicando
por qué y cuándo se debe desobedecer y afirmando que
"el mejor gobierno es el que gobierna menos (...) el que no gobierna en
absoluto; y, cuando los hombres estén preparados para él, ése será el tipo de
gobierno que tendrán", toda vez que, al tiempo que cualquier gobierno,
"(...) medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es
igualmente susceptible de originar abusos y perjuicios antes de que el pueblo
pueda intervenir" y, a partir de ello, más adelante, explicaba
brevemente su teoría sobre las votaciones, "una especie de juego (...),
un jugar con lo justo, con cuestiones morales", un "estoy
dispuesto a dejarlo todo en manos de la mayoría", un acepto uno de los
candidatos como "único disponible", evidenciando con ello que,
como votante, soy yo "quien está 'disponible' para cualquier propósito
del demagogo"; a partir de ello Thoreau criticaba que "el
verdadero americano -ciudadano en general- resulta ser el 'conformista',
no precisamente el 'tipo raro'" que, con las muy malas reglas
actuales, no delega su poder para decidir y actuar en nadie que no tenga su
total confianza.
Aquí
ahora adoramos el tótem de lo que dicen democracia, indeterminado concepto
dúctil, maleable, fácil de adaptar al interés del poder real, perversión del
lenguaje, apariencia que aconseja reflexionar un rato sobre cómo, en toda
España, venimos de una sociedad que, salvo mínimas dignas excepciones, convivió
plácida con Franco, dando el salto a lo actual franquistas, derecha confesa,
trileros y algunos comunistas desconcertados, motivo por el que, lo peor,
nuestros actos muestran que, en general, renegamos de ser quienes somos; el
llamado Estado de derecho es en realidad ente oligárquico en el que, de modo
esencial, mangonean dos minorías, la sociopolítica, corruptas burocracias de
partidos, sindicatos y grandes entidades subvencionadas y, por encima, la
económica encarnada en el aun más corrupto poder del dinero, el 1%; dos
oligarquías que simula equilibrar igualitario un falso respeto formal a la
soberanía popular, realmente limitada a las formas que hoy tiene el voto y a
las capitisdiminuidas libertades formales; en eso se ha afianzado lo que antes,
por su nombre verdadero, llamaban capitalismo y hoy, lenguaje pervertido vergonzante,
se oculta tras vocablos como progreso, democracia, liberalismo, Estado de
derecho,...
Si
estamos de acuerdo en que la política es el arte de vivir juntos buscando el
bien común y aceptamos una idea de democracia -que Platón y los antiguos
griegos veían nefasta- vinculada a la libertad, a negar toda sumisión a
convenciones humanas y, por ello, negación desmesurada de cualquier título -de
nacimiento, de conquista, de mayor conocimiento, religioso,...- que legitime el
derecho a gobernar al resto, es fácil acordar que nuestro Estado de derecho y
las oligarquías corruptas no son democracia. En especial ahora en que lo que
importa es debatir si es necesario y cómo se debate.
A
su modo, Marx explica, con datos y conceptos de su tiempo, que la igualdad que
preconiza una supuesta democracia es mero interés mercantil, libertad de mercado
que, por mucho que sea el tiempo transcurrido desde que él lo decía y mucha la
vergüenza al verlo aun hoy, es explotación salvaje del hombre por el hombre,
radical desigualdad entre quien presta su fuerza de trabajo y quien, robando
plusvalía, la compra, sumisión al interés mercantil, insufrible desigualdad que
hoy la oligarquía seda instigando la estúpida y narcisista nada del desaforado consumo
de productos superfluos que fingen satisfacer falsas apetencias individuales,
al tiempo que atienden a la provocada necesidad de producir más; explica
Jacques Rancière que, al aceptar hoy tal situación como modelo democrático, se
entierra la razonable crítica de base marxista que en 1968 hacía Baudrillard a
la sociedad de consumo y al falso disfrute individual de los beneficios
igualitarios de la “sociedad opulenta” de Galbraith, ficticia igualdad
bajo la que se ocultan “la democracia ausente y la igualdad perdida”,
haciendo del narcisista consumidor compulsivo un -irracional cuestión de fe-
creyente de que el mero hecho de ser “capaz
de expresar tanto sus preferencias electorales como sus placeres íntimos”, incluso
de modo tan limitado, le convierte en demócrata.
La
apasionante desmesura que es la democracia se evidencia en el hecho de que, en
Grecia (Las leyes, III, 690 ac), entre los siete títulos que
habilitaban para gobernar, el más justo y de mayor autoridad era el de la
elección por el dios azar mediante sorteo, método democrático para -como si se
tratara de una comunidad de vecinos que nadie quiere presidir- asignar
posiciones de mando en el Estado, un sistema que fundaba de modo exclusivo la
democracia en la inexistencia de título alguno -de nacimiento, conquista, mayor
conocimiento, religioso,...- que legitimase la posibilidad o la capacidad para gobernar;
dice, por ello, Rancière que la superioridad en democracia “no se basa en
más principio que la ausencia misma de superioridad”, sabiendo los griegos
que, al tratar igual a competentes e incompetentes, el método del sorteo suponía
el riesgo de caer en manos de estos, pero evitaba el más peligroso de “los
hombres con habilidad para tomar el poder mediante artimañas”, el terrible
riesgo de elegir tramposos que, como hoy sabemos, pueden ser corruptos e
insolventes. Se apoyaban los griegos, como después los revolucionarios
norteamericanos o franceses del siglo XVIII, en que no era natural, necesario o
lógico que, como ahora, fuera título esencial para ocupar el poder haber
expresado antes la ambición de hacerlo.
Si
estando donde estamos queremos organizar una mínima vida democrática, lejos de
consensos, trampas de lógica oligárquica, de negar política y democracia, tenemos
los derechos de reunión, manifestación, asociación y huelga, no regalados sino
arrancados, que para ser útiles precisan ejercicio, hoy escaso, y también tenemos
la posibilidad de unas normas marcadas por la ambición de ser igualitarias,
justas que debiéramos exigir que, al contrario que ahora, sean cumplidas por
todos; en tiempos de oligarquías, burocracias, corrupción, consensos y paz de
cementerios, la inhabitual decisión de no aceptar tramposos mecanismos,
enfrentarse al que manda y a la manipulación del resto, asumir riesgos y perder
posición y dinero exigiendo derechos, haciendo que, lejano, suene el trueno de
la fuerza del trabajo, merece aplauso y que tal decisión se vea acompañada de
solidaridad, coherencia y suerte.
Quienes
son designados en elecciones trucadas o se apoyan en consensos contra natura no
son el demos, lo somos quienes menos contamos para los oligarcas, la gens
de rien de Rancière; hay democracia cuando todos pueden influir en la
acción política, haciendo posible el “poder de cualquiera”. La deseada
emancipación no se producirá a partir de leyes y especulares formas de gobierno
nacidas de torpes alianzas entre las oligarquías política y económica, que nos
dividen en grupos de género, ideológicos, sociales, sexuales,... para, con “lógica
policial”, controlarnos y regirnos con reglas y funciones, comprarnos,
vendernos, premiarnos o castigarnos,..., sino que, por contra, tal emancipación
llegará cuando la acción de cualquiera pueda arrancar a burócratas y oligarcas
el uso de la política y el reparto de la riqueza, cambiando el modo reglado de
actuar que ellos imponen, de forma que incluso las decisiones más importantes
puedan ser tomadas desde abajo, por cualquiera. Para ello, frente a oligarquía
y burocracia, debiéramos ejercer la pasión de exprimir el jugo a conquistados derechos
de reunión, asociación, manifestación y huelga, generar alrededor nuestro
brotes de democracia real, que es coraje y, por lo tanto, alegría salvaje; al
menos en teoría.
Coda.
Me pregunta Bernardo, amigo con coraje y conciencia de clase si, tras dejar de
hacerlo por culpa de Agudo y sus tránsfugas, traidores a Marx, volvería a votar
si el voto en blanco fuera computado como un partido y, con las normas de
todos, generara escaños vacíos. Como paso intermedio no suena mal; habría que
pensarlo.
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