169 Los
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Fernando Merodio
30/05/2021
"(...) restos de leyes de un antiguo pueblo conquistador, recopiladas
por orden de un príncipe, (...), mezcladas después con ritos lombardos, y
envueltos en inconexos volúmenes de privados y oscuros intérpretes, son aquella
tradición de opiniones que en una gran parte de Europa tiene todavía el nombre
de leyes". (Al lector de “Dei delitti y delle pene”. Cesare Beccaría)
"En los asuntos difíciles, de cualquier
naturaleza, no se puede sembrar y cosechar todo a la vez; es necesaria la
debida preparación a fin de que los frutos, madurados, puedan ser un día
recogidos" (Francis Bacon. Serm
Fidel n. XLV)
Cesare Beccaría,
1738-1794, abuelo de Alejandro Manzoni, gran poeta y novelista, a los 26 años, en
1764, publicaba su obra más conocida, el breve ensayo Dei delitti y delle pene, De los delitos y las penas que gozó del especial,
apoyo del enciclopedismo ilustrado revolucionario francés y, partiendo de una
concepción contractualista de la sociedad, consideraba ésta fundada en el contrato
social garantía el orden y, más importante, de los derechos de los ciudadanos,
definía los delitos como violaciones de tal contrato, ataques frente a los que
la sociedad tiene derecho, y también obligación, de defenderse, reaccionar, siendo
primer principio de su teoría sobre al delito el de ser proporcionales castigo
o pena y deslealtad contractual, mientras el segundo, vital en su argumentación
de la teoría de la pena, es que nadie puede disponer de la vida de otro,
defendiendo, a partir de ello, la abolición de la pena de muerte, que él veía
como transgresión evidente del contrato social, pues el primer objetivo de éste
era proteger, no destruir al ciudadano individual, siendo por ello Beccaría más
partidario de la prevención del delito que de su represión pura y dura, pues consideraba
que ésta ni lo impide ni disuade al delincuente de cometerlo considerando,
pues, más eficaz difundir la certidumbre de que las penas impuestas se
cumplirán íntegras, pues a todo criminal le persuade más el temor a la certeza
de una ineludible, dura permanencia en prisión privado de libertad de
movimiento que su ejecución física, violencia sangrienta que el resto, egoísta
y cómodo, además, trata de olvidar lo antes posible.
Profundizar en lo anterior lleva a la exigencia lógica de una
pena proporcional, tanto por razones de la prevención/convicción general que
actúe sobre el conjunto de la sociedad, como por la especial que lo hace sobre
el delincuente, atribuyendo a la condena una eficacia tuitiva, al tiempo que
educativa, eficiencia para la que Beccaría ve más útil la larga duración de una
condena que se sepa cierta y, además, ajustada al “principio de legalidad” que define la fórmula latina “nullum crimen, nulla poena sine previa lege
poenali” que troqueló Johann Anselm Feuerbach, padre del Ludwig que influyó
en la obra de Marx y Engels, fórmula que exige al Estado garantizar una ley
escrita, clara y previa al castigo del acto dañino, que atiende a tres ámbitos
igualmente importantes: “Nulla poena sine
lege”/“Nulla poena sine crimine”,
que protegen al infractor del contrato social y, tan exigente y obligatorio
como ello, “Nullum crimen sine poena
legali”, que exige que el Estado, definidor de hecho punible y pena,
también sea riguroso y coherente en su intervención defensiva del ciudadano
individual o en grupo social, partiendo de la consideración de ser “necesario que a la representación del placer
relacionado con la conducta delictiva se contraponga la representación del
dolor, delineado en la ley como consecuencia segura e inderogable de tal
conducta y de intensidad superior al referido eventual placer que genere la
comisión del delito”, debiendo señalar el matiz que aquí nos interesa de
que, siendo Beccaría contrario a la pena de muerte, la justificaba en dos casos,
el primero el de que el delincuente, incluso privado de libertad, tuviera una
actitud y un poder que exigieran a la sociedad ejecutarlo, refiriéndose el
"ilustrado", lo aclaro, a
los delitos de rebelión y traición.
Si miramos aquí ahora a
nuestro repugnante territorio nordeste colindante con el mar Mediterráneo y Francia
sería inadmisible que, ante el fraude evidente del contrato social por
políticos desleales al resto, que incumplen obligaciones previa y libremente
contraídas, los ciudadanos de a pié, los importantes, no ejercitemos el
irrenunciable derecho/obligación de, a partir de la anomalía contractual de tan
desleales asalariados nuestros, exigir -como en el caso de la transgresión de cualquier
otro contrato- que Ley y tribunales nos defiendan y castiguen el ilegal descaro,
siendo inadmisible broma pesada que, procaces, reprochen que, tras delinquir
ellos, "judicializamos la política",
con lo que intentan arrancarnos el costoso logro histórico que, como explicaron
Beccaría y Feuerbach, fue poner fin a la impunidad de carecer de ley escrita,
favorecedora, entre otros, de patricios, cónsules, senado,... frente a la
plebe, nosotros, devolvernos a tiempos previos a que Juan I otorgara en la Inglaterra
de 1215 la Magna Carta Libertatum, que
en su disposición 39, aun vigente, garantizaba que "ningún hombre libre será arrestado o detenido en prisión, o desposeído de
sus bienes, proscrito o desterrado o molestado de alguna manera; no
dispondremos de él, ni lo pondremos en prisión, sino por el juicio legal de sus
pares, o por la ley del país", intentar privarnos incluso del
ejercicio del Bill of Rights de 1689,
cimiento del Estado de Derecho, garante del Rule
of Law, Imperio de la Ley, que el
Oxford English Dictionary define como
"autoridad e influencia de la ley en
la sociedad (...) restricción al comportamiento individual e institucional",
por el que "todos los miembros de
una sociedad -incluso el gobierno- se
consideran igualmente sujetos a códigos y procesos legales divulgados
públicamente", siendo, pues, insoportable que, a partir de normas
claras, no podamos exigir que, con todo el rigor de la ley escrita, se los
castigue.
Basta leer por
encima, superficialmente a Curzio Malaparte para ver cómo, en este cutre aquí
ahora nuestro, lo de los "políticos
presos", el apestoso Puigdemont, el aventado Torra, sus turbios
mamporreros, palanganeros y alevines de terroristas cobardes,... fue el
ridículo de un golpe de estado político estúpido y, dijera lo que dijera, hábil
y mediático, Marchena, un flagrante y muy grave delito de rebelión, un frustrado
"golpe de Estado", un
patético intento de forzar un cataclismo constitucional al atacar la Ley, amago
de "negociar/negocio" de lo
innegociable que tanto gusta a los indolentes que se dicen "progresistas", del que salieron con
penas mínimas unos pocos que, asómbrense -¿o no?-, siguen apoyando al
(des)gobierno del nulo entallado que nos desgracia, al tiempo que los vascos,
ahora menos aventados, sin necesidad de matar, reciben -nada más y nada menos- el
control de las cárceles de sus cobardes "gudaris" y el de la Seguridad Social, anuncio del fin de la
caja única, de la solidaria igualdad entre territorios y -más importante-
trabajadores, al tiempo que se engrasa con suculentas cifras a sus privilegiadas
empresas con dinero de esa "Europa"
que somos todos, a cambio de votar, peligrosos desleales, las sinsorgadas de Sánchez y su hato de insolventes, negación del
Rule of Law, Imperio de la Ley, entrega a las más ruines patrias, los mínimos egoísmos
ilimitados y rampantes, anuncio para ciegos del nuevo nazionalsozialismo
europeo apoyado en el vale todo, con el solo fin -nadie se engañe- de alimentar
fútiles, enfermizos egos y cobrar alimenticios altos sueldos.
EL ROTO 14/11/2019
Como la
cuestión de los delitos y las penas empieza a tomar aquí forma de anécdota con
estatus de síntoma, en medio del raudo caos que vivimos olvido a Beccaría y
Feuerbach y digo, ajeno a González, Guerrra, los "barones psoecialistas", los "peperos", los de la "vox"
enemiga del voto, los "ciudadanos",
los esperpénticos populismos diversos,... que al entender como Jacques Vergès,
"abogado del diablo", necesario
desmontar la idea de que los tribunales garantizan la Justicia y usar
estrategias de ruptura, no de connivencia, en los juicios y en la vida, no solo
perdono la pena que se impuso a los que nos dan patadas en salvas sean las
partes, no les indulto, les amnistío, olvido sus delitos, les reconozco que no
han cometido ninguno y les aplaudo pues, en este momento, como diría
Kierkegaard, convivimos con una suerte de "suspensión política de la ética", por lo que admito que hagan
lo que quieran hasta que esto estalle y, mientras tanto, reflexiono displicente sobre el incurable daño que provocan todos los
amantes de las banderas, en especial los independentistas y, esperando a ver
qué pasa, de nuevo me pregunto, ¿y la izquierda?
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