115 Los domingos, cavilar
De los
delitos y las penas
Fernando
Merodio
26-07-2020
"Tormento es manera de pena que fallaron los
que fueron amadores de la justicia para escodriñar y saber la verdad por él de
los malos fechos que se facen encubiertamente, que non pueden ser sabidos nin
probados por otra manera" (Ley
I, Título XXX, Partida VII de Alfonso X el Sabio).
"Algunos restos de leyes de un
antiguo pueblo conquistador, recopiladas por orden de un príncipe, que doce
siglos antes reinaba en Constantinopla, mezcladas después con ritos lombardos,
y envueltos en inconexos volúmenes de privados y oscuros intérpretes, forman
aquella tradición de opiniones que en una gran parte de la Europa tiene todavía
el nombre de leyes". (Al lector
de “Dei delitti y delle pene”. Cesare Beccaría)
Vivimos un momento
crucial, el de la inaplazable lucha contra el calentamiento global y el
traumático y muy rápido deterioro con riesgo de destruir la vida en el planeta Tierra, serio problema que, burda e
interesadamente, desenfoca, distorsiona el oscuro poder de siempre mediante lo
que, de modo alarmista y claramente inexacto, dicen pandemia -del griego pan, todo, y demos, pueblo, reunión de todo el pueblo- y, sin que ni
científicos, ni políticos, ni nadie parezca saber casi nada de ella, el
diccionario define como "enfermedad
epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los
individuos de una localidad o región" pero, al menos hoy, es solo esa
"cosa" que, en muchos países sí, ataca a un no excesivo número de
personas, sin que sea sabido que lo haga a otra clase de animales, causa una
mortandad cuantitativamente limitada y afecta en especial a quienes estamos en
previa situación de riesgo; no tiene, aparentemente, nada que ver con el
derecho penal, insisto, aparentemente.
Miramos algo hacia atrás
y vemos que antes de la Ilustración y la revolución francesa ese derecho penal
se caracterizaba en Europa por su crueldad, abuso y absoluta irracionalidad, un
proceso, inquisitivo como leemos y vemos en todo lo que se refiere a la
Inquisición, basado en una acusación secreta y un trámite escrito, no
contradictorio, con un sistema de pruebas y presunciones elásticas que, unido a
la tortura, ponían al reo en la inferioridad del pecador culpable, algo a lo
que se enfrentaron la Razón y las ideas ilustradas en la segunda mitad del
siglo XVIII, asentadas en la responsabilidad personal y, en especial, la libertad,
siendo el italiano Cesare Beccaría, 1738-1794, uno de sus más importantes y
firmes impulsores, al describir con dureza en la introducción de la pequeña y
revolucionaria obra Dei delitti y delle
pene, escrita a sus 25 años, las leyes penales de entonces como una mezcla de
restos de normas de un viejo pueblo, el romano, conquistador, mezcladas con
recopilaciones de Justiniano, príncipe de Constantinopla, y ritos lombardos,
todo ello en confusos volúmenes de diversos
-a veces poco fiables- intérpretes; muestra agravada era, en España, por
ejemplo, la Ley I del Título VIII, de la
Partida VII, sobre el “tormento” al
interrogar para obtener confesiones que, textual y parcial, copio arriba.
Frente a tan injusta,
irracional situación, en Dei delitti y
delle pene, De los delitos y las penas, breve ensayo jurídico,
Beccaría exponía, ya en 1764, inspirado en las ideas de autonomía, emancipación
y lucha contra el despotismo que hoy son fundamento del derecho y en la sociedad
de aquel tiempo eran solo una propuesta de revolucionarias reformas, extrayéndose
un decálogo de exigencias a la ley que, según él, debía derivar de lo que dicta
la razón, ser clara, sencilla y fácilmente inteligible para todos los
ciudadanos, con una justicia penal pública y un proceso acusatorio, meramente informativo,
pruebas claras y racionales, con todos, nobles, burgueses y plebeyos, iguales
ante ella, medir la gravedad del delito -solo- por el daño social que cause e
imponer penas tan leves como sea posible, pues la crueldad no es siempre eficacia,
no buscar tanto el castigo como prevenir y ejemplificar y que haya proporcionalidad
entre delito y pena, siendo preferible disuadir que penar y, en especial,
exigiendo, insisto, la igualdad de trato a todos.
Dicho de otro modo,
debían ser las leyes -y no la voluntad del juez- las que, además de regular,
minuciosas y comprensibles, las pautas de convivencia, fijar las penas de modo
que permita a todo el mundo valorar si sus actos son o no delictivos y, en su
caso, las consecuencias de ellos; Beccaría, era contrario al tormento entonces usado
para obtener confesiones, pues estaba convencido de que favorecía al culpable
fuerte y perjudicaba al inocente débil, pensando que lo que más disuade frente
al delito no es la dureza de la pena, sino la credibilidad de una justicia, en
verdad, inexorable.
En especial relevante
para lo que aquí ahora nos aflige y perjudica, Beccaría exige que el poder
legislativo y el judicial estén perfecta y radicalmente separados, siendo
interprete de la ley, no el juez, sino al legislador, siendo, en todo caso, ajenos
a ambos los miembros del gobierno, problema aún hoy no resuelto y agravado por
el radical incumplimiento de la exigencia que él mismo formuló de que “pena y delito deben estar tan próximos en el
tiempo como sea posible para que aquella cumpla su fin”, debiéndose, para
ello, fijar plazos mínimos, aunque suficientes, para presentar pruebas,
celebrar el juicio argumentativo y contradictorio y, finalmente, dictar
sentencia.
A partir de todo ello, el delito, noción
derivada del verbo latino delinquere,
abandonar, referencia concreta a
alejarse del camino señalado por la ley, que hoy puede identificarse como acción
típica, previamente definida por el legislador, antijurídica, imputable,
culpable -por dolo, imprudencia o preterintencionalidad-, sometida a
punibilidad y sin excusa absolutoria o, más breve, como “acción u omisión voluntaria o imprudente previamente tipificada y
castigada con precisión por la ley”, estando entre las muchas formas que
puede tomar la figura jurídica del delito el "común", que puede ser cometido por cualquiera y el "especial" que, como la
prevaricación, el abuso de autoridad, el cohecho, la concusión, las
negociaciones incompatibles con el ejercicio de funciones públicas, los
atentados al orden constitucional y a la vida democrática,..., solamente puede ser
cometido por el limitado número de personas que cumpla las condiciones que exige
la ley para ser autor; en los casos citados, por ejemplo, la de ser funcionario
o autoridad política en la forma que los define el artículo 24 de nuestro
código penal.
Y con este concreto tipo
de delitos “especiales”, estamos en
el epicentro de un problema, de una forma de aquel nudo gordiano que Alejandro
Magno desató con un tajo de su espada -"tanto monta cortar como desatar"- sin perder el tiempo en el
estéril/estético intento de desatar con maña el complicado nudo tejido
-entonces por Gordias-, generador de un problema que hay que resolver, estamos
ahora en el punto de tener que valorar si, pasados más de 250 años desde que lo
proponía Beccaría, todos -el equivalente hoy a lo que él consideró nobles,
burgueses y plebeyos- somos iguales ante la ley penal y, al hacerlo, recomiendo
calma a fin de evitar la depresión brutal, mayúscula de comprobar que eso de
que no debemos judicializar la actividad política -sin que, por contra, se haga
ningún reparo a que se judicialice, incluso con crueldad, cualquier actividad
privada- es, en la práctica, una suerte de impunidad de facto para muchos de quienes han convertido el ejercicio
profesional de la política en una forma de vida, equivalentes actuales a los
nobles para los que Beccaría exigía igualdad de trato penal con el resto,
llegándose a generar la insana opinión pública generalizada de que pudieran ser
algún juez y/o fiscal quien esté politizados al no analizar -con todas las
garantías legales y la celeridad exigible para que el juicio sea justo- si es
que en los -cada día más- frecuentes actos administrativos/políticos más que
dudosos sometidos a criterio judicial están los elementos de esos tipos
delictivos "especiales", de
los que solo pueden ser autores, encubridores, cómplices,... políticos.
Es urgente, necesario para la supervivencia del estado de derecho en su forma actual que, tras detectar la naturaleza del problema, tajantes y sin temores, "cortemos el nudo gordiano", revelemos sus implicaciones y demos un correcto trato a la -cada día más frecuente- delincuencia política, a esos delitos que, contra la constitución y el interés general, cometen nuestros -malísimos- profesionales de la cosa pública, exijamos que el legislador legisle, el gobernador gobierne y el juez juzgue bajo el garantista, lógico, justo,… mandato de los delitos y las penas que, vigilados por todos nosotros, previamente hayan regulado ellos mismos, nuestros asalariados, con garantías -sin las torturas y trampas a que, en este medieval periodo de excepción con confinamiento y bocas tapadas, ellos nos han sometido- tal como exigió Beccaría y quienes le siguen en su revolucionario intento.
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